José Carlos Mariátegui
I. LA RELIGIÓN DEL TAWANTINSUYO
Han tramontado
definitivamente los tiempos de apriorismo anticlerical, en que la crítica
"librepensadora" se contentaba con una estéril y sumaria ejecución de
todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un "libre
pensamiento" ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El concepto de
religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión a una
iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una
significación muy diversa de la que ingenuamente le atribuían, con radicalismo
incandescente, gentes que identificaban religiosidad y
"oscurantismo".
La crítica
revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni siquiera a las
iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la historia. Waldo Frank,
pensador y artista de espíritu tan penetrante y moderno, no nos ha asombrado,
por esto, cuando nos ha explicado el fenómeno norteamericano descifrando,
atentamente, su origen y factores religiosos. El pioneer, el puritano y el
judío, han sido, según la luminosa versión de Frank, los creadores de los
Estados Unidos. El pioneer desciende del puritano: más aún, lo realiza. Porque
en la raíz de la protesta puritana, Frank distingue principalmente voluntad de
potencia. "El puritano -escribe- había comenzado por desear el poder en
Inglaterra: este deseo lo había impulsado hacia la austeridad, de la cual había
pronto descubierto las dulzuras. He aquí que descubría luego un poder sobre sí
mismo, sobre los otros, sobre el mundo tangible. Una tierra virgen y hostil
demandaba todas las fuerzas que podía aportarle; y, mejor que ninguna otra, la
vida frugal, la vida de renunciamiento, le permitía disponer de esas
fuerzas".
El colonizador
anglosajón no encontró en el territorio norteamericano ni una cultura avanzada
ni una población potente. El cristianismo y su disciplina no tuvieron, por
ende, en Norteamérica una misión evangelizadora. Distinto fue el destino del
colonizador ibero, además de ser diverso el colonizador mismo. El misionero
debía catequizar en México, el Perú, Colombia, Centroamérica, a una numerosa
población, con instituciones y prácticas religiosas arraigadas y propias.
Como consecuencia
de este hecho, el factor religioso ofrece, en estos pueblos, aspectos más
complejos. El culto católico se superpuso a los ritos indígenas, sin
absorberlos más que a medias. El estudio del sentimiento religioso en la
América española tiene, por consiguiente, que partir de los cultos encontrados
por los conquistadores.
La labor no es
fácil. Los cronistas de la Colonia no podían considerar estas concepciones y
prácticas religiosas sino como un conjunto de supersticiones bárbaras. Sus
versiones deforman y empañan la imagen del culto aborigen. Uno de los más
singulares ritos mexicanos -el que revela que en México se conocía y aplicaba
la idea de la transubstanciación- era para los españoles una simple treta del
demonio.
Pero, por mucho que
la crítica moderna no se haya puesto aún de acuerdo respecto a la mitología
peruana, se dispone de suficientes elementos para saber su puesto en la
evolución religiosa de la humanidad.
La religión inkaica
carecía de poder espiritual para resistir al Evangelio. Algunos historiadores
deducen de algunas constataciones filológicas y arqueológicas el parentesco de
la mitología inkaica con la indostana. Pero su tesis reposa en similitudes
mitológicas, esto es formales; no propiamente espirituales o religiosas. Los
rasgos fundamentales de la religión inkaica son su colectivismo teocrático y su
materialismo. Estos rasgos la diferencian, sustancialmente, de la religión
indostana, tan espiritualista en su esencia. Sin arribar a la conclusión de
Valcárcel de que el hombre del Tawantinsuyo carecía virtualmente de la idea del
"más allá", o se conducía como si así fuera, no es posible desconocer
lo exiguo y sumario de su metafísica. La religión del quechua era un código
moral antes que una concepción metafísica, hecho que nos aproxima a la China
mucho más que a la India. El Estado y la Iglesia se identificaban
absolutamente; la religión y la política reconocían los mismos principios y la
misma autoridad. Lo religioso se resolvía en lo social. Desde este punto de
vista, es evidente entre la religión del Inkario y las de Oriente la misma
oposición que James George Frazer constata entre éstas y la civilización
greco-romana. "La sociedad, en Grecia y en Roma -escribe Frazer- se
fundaba sobre la concepción de la subordinación del individuo a la sociedad,
del ciudadano al Estado; colocaba la seguridad de la república, como fin
dominante de conducta, por encima de la seguridad del individuo, sea en este
mundo, sea en el mundo futuro. Los ciudadanos, educados desde la infancia en
este ideal altruista, consagraban su vida al servicio del Estado y estaban
prontos a sacrificarla por el bien público. Retrocediendo ante el sacrificio
supremo, sabían muy bien que obraban bajamente prefiriendo su existencia
personal a los intereses nacionales. La propagación de las religiones orientales
cambió todo esto: inculcó la idea de que la comunión del alma con Dios y su
salud eterna eran los únicos fines por los cuales valía la pena de vivir, fines
en comparación de los cuales la prosperidad y aun la existencia del Estado
resultaban insignificantes".
Identificada con el
régimen social y político, la religión inkaica no pudo sobrevivir al Estado
inkaico. Tenía fines temporales más que fines espirituales. Se preocupaba del
reino de la tierra antes que del reino del cielo. Constituía una disciplina social
más que una disciplina individual. El mismo golpe hirió de muerte la teocracia
y la teogonía. Lo que tenía que subsistir de esta religión, en el alma
indígena, había de ser, no una concepción metafísica, sino los ritos agrarios,
las prácticas mágicas y el sentimiento panteísta.
De todas las
versiones que tenemos sobre los mitos y ceremonias inkaicas, se desprende que
la religión quechua era en el Imperio mucho más que la religión del Estado (en
el sentido que esta confesión posee en nuestro evo). La iglesia tenía el
carácter de una institución social y política. La iglesia era el Estado mismo.
El culto estaba subordinado a los intereses sociales y políticos del Imperio.
Este lado de la religión inkaica se delinea netamente en el miramiento con que trataron
los inkas a los símbolos religiosos de los pueblos sometidos o conquistados. La
iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a los dioses de estos, más que de
perseguirlos y condenarlos. El Templo del Sol se convirtió así en el templo de
una religión o una mitología un tanto federal. El quechua, en materia
religiosa, no se mostró demasiado catequista ni inquisidor. Su esfuerzo,
naturalmente dirigido a la mejor unificación del Imperio, tendía, en este
interés, a la extirpación de los ritos crueles y de las prácticas bárbaras; no
a la propagación de una nueva y única verdad metafísica. Para los inkas se
trataba no tanto de sustituir como de elevar la religiosidad de los pueblos
anexados a su Imperio.
La religión del
Tawantinsuyo, por otro lado, no violentaba ninguno de los sentimientos ni de
los hábitos de los indios. No estaba hecha de complicadas abstracciones, sino
de sencillas alegorías. Todas sus raíces se alimentaban de los instintos y
costumbres espontáneas de una nación constituida por tribus agrarias, sana y
ruralmente panteístas, más propensas a la cooperación que a la guerra. Los
mitos inkaicos reposaban sobre la primitiva y rudimentaria religiosidad de los
aborígenes, sin contrariarla sino en la medida en que la sentían
ostensiblemente inferior a la cultura inkaica o peligrosa para el régimen
social y político del Tawantinsuyo. Las tribus del Imperio más que en la
divinidad de una religión o un dogma, creían simplemente en la divinidad de los
Inkas.
Los aspectos de la religión
de los antiguos peruanos que más interesa esclarecer son, por esto -antes que
los misterios o símbolos de su metafísica y de su mitología muy embrionaria-,
sus elementos naturales: animismo, magia, tótems y tabúes. Es ésta una
investigación que debe conducirnos a conclusiones seguras sobre la evolución
moral y religiosa de los indios.
La especulación
abstracta sobre los dioses inkaicos ha empujado frecuentemente a la crítica a
deducir de la correspondencia o afinidad de ciertos símbolos o nombres el
probable parentesco de la raza quechua con razas que, espiritual y mentalmente,
resultan distintas y diversas. Por el contrario, el estudio de los factores
primarios de su religión sirve para constatar la universalidad o
semiuniversalidad de innumerables ritos y creencias mágicas y, por
consiguiente, lo aventurado de buscar en este terreno las pruebas de una
hipotética comunidad de orígenes. El estudio comparado de las religiones ha
hecho en los últimos tiempos enormes progresos, que impiden servirse de los
antiguos puntos de partida para decidir respecto a la particularidad o el
significado de un culto. James George Frazer, a quien se deben en gran parte
estos progresos, sostiene que, en todos los pueblos, la edad de la magia ha
precedido a la edad de la religión; y demuestra la análoga o idéntica
aplicación de los principios de "similitud", "simpatía" y
"contacto", entre pueblos totalmente extraños entre sí
Los dioses inkaicos
reinaron sobre una muchedumbre de divinidades menores que, anteriores a su imperio
y arraigadas en el suelo y el alma indios, como elementos instintivos de una
religiosidad primitiva, estaban destinadas a sobrevivirles. El
"animismo" indígena poblaba el territorio del Tawantinsuyo de genios
o dioses locales, cuyo culto ofrecía a la evangelización cristiana una
resistencia mucho mayor que el culto inkaico del Sol o del dios Kon. El
"totemismo", consustancial con el "ayllu" y la tribu, más
perdurables que el Imperio, se refugiaba no sólo en la tradición sino en la
sangre misma del indio. La magia, identificada como arte primitivo de curar a
los enfermos, con necesidades e impulsos vitales, contaba con arraigo bastante
para subsistir por mucho tiempo bajo cualquiera creencia religiosa.
Estos elementos
naturales o primitivos de religiosidad se avenían perfectamente con el carácter
de la monarquía y el Estado inkaicos. Más aún: estos elementos exigían la
divinidad de los inkas y de su gobierno. La teocracia inkaica se explica en
todos sus detalles por el estado social indígena; no es menester la fácil
explicación de la sabiduría taumatúrgica de los inkas (Colocarse en este punto
de vista es adoptar el de la plebe vasalla que se quiere, precisamente,
desdeñar y rebajar). Frazer, que tan magistralmente ha estudiado el origen
mágico de la realeza, analiza y clasifica varios tipos de reyes-sacerdotes,
dioses humanos, etc., más o menos próximos a nuestros Inkas. "Entre los
indios de América -escribe refiriéndose particularmente a este caso- los
progresos más considerables hacia la civilización han sido efectuados bajo los
gobiernos monárquicos y teocráticos de México y del Perú, pero sabemos muy
pocas cosas de la historia primitiva de estos países para decir si los
predecesores de sus reyes divinizados fueron o no hombres-medicina. Podría encontrarse
la huella de tal sucesión en el juramento que pronunciaban los reyes mexicanos
al ascender al trono; juraban hacer brillar al sol, caer la lluvia de las
nubes, correr los ríos y producir a la tierra frutos en abundancia. Lo cierto
es que en la América aborigen, el hechicero y el curandero, nimbado de una
aureola de misterio, de respeto y de temor, era un personaje considerable y que
pudo muy bien convertirse en jefe o rey en muchas tribus, aunque nos falten
pruebas positivas, para afirmar este último punto". El autor de The Golden
Bough, extrema su prudencia, por insuficiencia de material histórico; pero
llega siempre a esta conclusión: "En la América del Sur, la magia parece
haber sido la ruta que condujo al trono". Y, en otro capítulo, precisa más
aún su concepto: "La pretensión de poderes divinos y sobrenaturales que
nutrieron los monarcas de grandes imperios históricos como el Egipto, México y
el Perú no provenía simplemente de una vanidad complaciente ni era la expresión
de una vil lisonja; no era sino una supervivencia y una extensión de la antigua
costumbre salvaje de deificar a los reyes durante su vida. Los Inkas del Perú,
por ejemplo, que se decían hijos del Sol, eran reverenciados como dioses; se
les consideraba infalibles y nadie pensaba dañar a la persona, el honor, los
bienes del monarca o de un miembro de su familia. Contrariamente a la opinión
general, los Inkas no veían su enfermedad como un mal. Era, a sus ojos, una
mensajera de su padre el sol que los llamaba a reposar cerca de él en el
cielo"
El pueblo inkaico
ignoró toda separación entre la religión y la política, toda diferencia entre
Estado e Iglesia. Todas sus instituciones, como todas sus creencias, coincidían
estrictamente con su economía de pueblo agrícola y con su espíritu de pueblo
sedentario. La teocracia descansaba en lo ordinario y lo empírico; no en la
virtud taumatúrgica de un profeta ni de su verbo. La Religión era el Estado.
Vasconcelos, que
subestima un poco las culturas autóctonas de América, piensa que, sin un libro
magno, sin un código sumo, estaban condenadas a desaparecer por su propia
inferioridad. Estas culturas, sin duda, intelectualmente, no habían salido aún
del todo de la edad de la magia. Por lo que toca a la cultura inkaica, bien
sabemos además que fue la obra de una raza mejor dotada para la creación
artística que para la especulación intelectual. Si nos ha dejado, por eso, un
magnífico arte popular, no ha dejado un Rig Veda ni un Zend Avesta. Esto hace
más admirable todavía su organización social y política. La religión no era
sino uno de los aspectos de esta organización, a la que no podía, por ende,
sobrevivir.
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