El texto que
reproducimos a continuación es tomado de la Revista de la Universidad Nacional:
Análisis Político número 10, correspondiente a los meses de mayo a agosto de
1990.
LAS FÉRTILES CENIZAS DE LA IZQUIERDA
William Ramírez Tobón*
* Sociólogo, investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales.
En la
historia, y sobre todo en la de las ideas, las paradojas que surgen de trecho en
trecho parecen hacerle guiños irónicos a la evolución de las convicciones humanas.
Una reflexión semejante podría suscitar la gestación, en su forma más embrionaria,
de lo que ha sido el actual proyecto de la izquierda colombiana. En efecto,
esta nueva izquierda, legal y civilista, constituida de modo importante con el
aporte de la Unión Patriótica, quedaría emparentada con las nuevas Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia si se tiene en cuenta la relación originaria
que hizo de la UP la hija indómita de las FARC. Así, y pese a la desvalorización
mundial de los conceptos y las prácticas marxistas, se le podría conceder a los
más ortodoxos el consuelo de aplicar en algún lugar de la transformación de las
ideas el principio materialista de la dialéctica de las contradicciones.
Con
ello y gracias a ese recursivo mecano argumental de la lógica marxista para armar
y desarmar la realidad uno podría ver emerger, del seno de un radicalismo áspero
y primitivo (las FARC), el aún débil contrario de una propuesta política de
tendencias opuestas (la UP), dos polos que, en suma, y según la referida simulación
lógica, mostrarían un proceso que de negación en negación iría produciendo unos
resultados cualitativos bien distintos de lo que fue el punto de partida. Saltos
cualitativos, negación de la negación, contradicciones a partir del seno del fenómeno
y, en fin, toda la jerga de esa escolástica decimonónica podría ponerse al
servicio explicativo de una evolución donde las intenciones y el contenido iniciales
de una praxis humana provocan, a la postre, otros derivados. Así, lo que bajo
el gobierno de Belisario Betancur fue concebido por las FARC como el implante
legitimador, en las entrañas mismas de la democracia burguesa, de una
combinación de formas de lucha legales e ilegales, terminó siendo la vía para
que un sector importante de la izquierda empezara a explotar el sentido único
de las luchas legales.
Una
vía trágica y paradojal, por cierto, ya que al momento del II Congreso Nacional,
en septiembre de 1989, cuando la UP clarificó el sendero legal mediante una
nueva plataforma política, a la organización ya le habían causado cerca de mil
muertos. Víctimas caídas en la indefensión como macabra cuota de un movimiento
que pese a rechazar la guerra se desangraba en la inevitable ambivalencia de su
voluntad de paz, por un lado, y el oneroso fardo de la combinación de formas de
lucha legales e ilegales que compartía con el Partido Comunista Colombiano, por
el otro.
La
plataforma política de ese II Congreso ya le daba a la UP un convincente rostro
de reformador legal. Fuera de dos nostálgicas adherencias (nacionalización de
los recursos naturales y autonomía de la universidad pública) a los viejos principios
de la década del sesenta, todo era allí accesible a las posibilidades de transformación
de la democracia burguesa. Las reformas políticas ampliaban la participación
popular mediante el perfeccionamiento de los instrumentos electorales y la
garantía a los derechos de reunión, asociación, información y movilización. Las
reformas económicas activaban, por una parte, algunas de las dormidas virtudes constitucionales
para racionalizar la propiedad y, por otra, buscaban un mejoramiento en las
condiciones externas de la economía nacional. Las reformas sociales mejoraban
las relaciones contractuales entre el capital y el trabajo, modernizaban el
funcionamiento de la rama judicial y prometían la indemnización, por parte del
Estado, a las víctimas de la guerra sucia. Las reformas culturales
generalizaban el acceso a la educación. Las reformas internacionales, en fin,
aseguraban una diplomacia abierta a la búsqueda de acuerdos económicos entre
naciones.
Los
planteamientos programáticos de la UP parecían indicar un ajuste cada vez más
consciente alrededor de una estrategia eleccionaria. Antes, ya se había logrado
la máxima cota histórica de competencia electoral para la izquierda con el
candidato presidencial Jaime Pardo Leal (un 4.5 por ciento del total de los sufragantes
en 1986) y una notable representación en alcaldías y cuerpos colegiados en 1988
al lograr 18 alcaldías y 9 congresistas entre principales y suplentes. Hacia el
futuro y a partir del II Congreso Nacional, se tenía el compromiso de las
elecciones de 1990 para consolidar lo logrado hasta entonces.
La
nominación de Bernardo Jaramillo como aspirante presidencial para el 90 ratificó
el propósito del movimiento de ampliar su base electoral mediante una candidatura
claramente civilista. Bernardo Jaramillo, cada vez más libre de sus anclajes
izquierdizantes y de sus lealtades emocionales al insurreccionismo, empezó a
representar la tendencia legal de quienes buscaban en ese entonces la nítida
diferenciación de la UP respecto de las FARC y del Partido Comunista. Un
alinderamiento en verdad indispensable para hacer creíble la autopresentación
de una izquierda en trance de superar los paralizantes maniqueísmos de la
ideología ortodoxa.
El
deslinde con el Partido Comunista no podía ser, sin embargo, como bien lo sabían
los directivos de la UP, el resultado de una ruptura o de una abrupta formulación
de diferencias fundamentales. El nuevo núcleo era todavía muy frágil y no podía
prescindir del aparato de partido, de su experiencia electoral, so pena de
convertirse en un insignificante cisma. De todas formas, también para las
disidencias del tercer partido tradicional colombiano, parecía regir esa
ausencia de porvenir, ese carácter episódico que estigmatiza a las fracciones
del conservatismo y el liberalismo. Pero, sobre todo, esos mismos directivos
sabían que el corte de cuentas con sus antiguos camaradas debía trascender el
estrecho conventículo disciplinario y convertirse en un hecho político
importante, en términos cuantitativos y cualitativos, para el futuro de la
sociedad colombiana.
Sobre
esa base, se hacía indispensable el acoplamiento de las convergencias con todas
aquellas fuerzas comprometidas en una perspectiva semejante. Para el sector civilista
de la UP el estrechamiento del sendero con sus compañeros de ruta comunista
debería conducir, paso a paso, a una ampliación del espacio político con otras
fuerzas de oposición al gobierno y al sistema. Es dentro de dicha lógica que empezaron
a darse los contactos, a partir de octubre de 1989, entre la UP y el Movimiento
19 de Abril (M-19), por esa época concentrado en Santo Domingo, Cauca.
Los
contactos entre las dos organizaciones permitieron visualizar, en el momento,
la gradual emergencia de un nuevo escenario para la izquierda colombiana. La UP
empezaba a perfilar un protagonismo político propio por encima de sus
filiaciones comunistas y del patronazgo de un movimiento guerrillero curtido en
una lucha de cuarenta años. El M-19, una organización con un pasado rico en
audacias bélicas e inventivas publicitarias, retornaba a un presente donde los
exiguos saldos militares y políticos alcanzados le daban el realismo necesario
para comprender que el nacimiento de una mejor sociedad colombiana no iba a
tener como partera a la lucha armada.
Por
la época en que la campaña electoral de la UP ya despegaba con vista a los comicios
de 1990, el M-19 formalizaba, mediante un atilda do acto social en el Centro de
Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, su adiós a la hirsuta vida de monte y
su reinserción a los códigos legales de la actividad política. Era el 29 de
noviembre de 1989. El evento, que tuvo la significativa presencia del expresidente
y jefe del partido de gobierno Julio César Turbay Ayala, se realizaba a medio
camino de dos situaciones de importancia: la primera, dada un mes antes, era el
Pacto Político por la Paz y la Democracia, requisito para el desarme, la
desmovilización y la reincorporación del M-19, suscrito entre el gobierno, el
Partido Liberal, los presidentes del Senado y la Cámara, un representante de la
Iglesia Católica y el grupo subversivo; la segunda, aún por cumplir, era la
aprobación por parte del Congreso, del indulto y del proyecto de reforma
constitucional que recogía algunos de los puntos previamente acordados.
El
Pacto estaba dividido en tres aspectos: constitucionales y de materia
electoral, uno; socio económico, el otro, y de convivencia, justicia y orden
público, el siguiente. El primero, con puntos tales como la Circunscripción
Nacional Especial de Paz y el voto obligatorio, estaba apostado a la aprobación
de la Reforma Constitucional por la vía ordinaria del Congreso. El segundo, establecía
una serie de medidas de racionalización del sistema económico en los campos del
planeamiento, los ingresos y salarios, la política laboral, los recursos naturales
y la producción agraria; en lo social se recomendaba la necesidad de diseñar
planes para la seguridad alimentaria, la vivienda, la salud y se acordaba el
establecimiento de un Fondo Nacional para la Paz con el objeto de adelantar
acciones y programas específicos en las áreas de desmovilización de los grupos
alzados en armas. El tercero, planteaba la creación de una Comisión asesora para
la reforma de la justicia, la revisión del Estatuto para la Defensa de la
Democracia, la publicación por parte del gobierno de toda la información sobre
los grupos de Autodefensa amparados por las Fuerzas Armadas, y la integración
de una comisión de carácter académico, no gubernamental, para el estudio del narcotráfico.
Como
se sabe, al finalizar la legislatura ordinaria de 1989, el indulto fue aprobado
de un modo casi agónico y el proyecto de Reforma Constitucional se hundió tras una
serie de incidentes que volvieron a mostrar, si acaso era aún necesario, la ingenuidad,
torpeza o impotencia de quienes todavía apostaban en el Parlamento la suerte de
sus proyectos de cambio para el país.
El
hundimiento de las reformas a la Constitución se llevó en el naufragio un importante
soporte de reinserción legal al desaparecer la circunscripción electoral especial
para los alzados en armas.
De
ese modo el M-19 se quedaba con el perdón judicial, sin medios efectivos de competencia
política y con un peligroso saldo en rojo: el de la campaña que contra tal
beneficio electoral desataron varios sectores de la clase política y
empresarial. Por el momento, la reacción de dichos sectores apenas parecía un
mezquino regateo sobre unas cuantas curules distintas a las de los barones
electorales y los partidos tradicionales; las consecuencias reales de esa
irresponsable cruzada, abierta, unas veces, solapada, otras, para evadir unos
costos mínimos en el itinerario de la convivencia sólo se verían más adelante,
a propósito de los asesinatos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro Leongómez.
Al
comenzar 1990, a dos meses de los comicios que le ofrecerían los primeros ejercicios
legales al M-19, el proceso de paz afrontaba graves problemas. Los guerrilleros,
enfrascados en un trámite de incorporación civil que ya no les permitía echarse
atrás y más bien los forzaba a nuevas concesiones, sólo tenían en sus manos la
reglamentación mediante decreto del indulto. Desprovistos de poder negociador
real, pronto empezaron a sentir el vacío y la falta de miramiento de una clase
política ensoberbecida por su estabilidad y acostumbrada a las transacciones de
rentabilidad visible e inmediata. Fue así como los precandidatos liberales a la
nominación presidencial coincidieron en apoyar en abstracto la política de paz
vigente, pero se abstuvieron de darle alguna concreción al precario horizonte
político del movimiento en trance de dejar las armas. Los conservadores, según
la conducta seguida durante todo el cuatrienio, hicieron de su oposición por principio
al gobierno, un sabotaje de hecho a las fórmulas de paz. Los barones
electorales de uno y otro bando, recibieron con suspicacia y desprecio la
posibilidad de acoger al advenedizo en alianzas electorales que compensaran la
pérdida de las prometidas oportunidades electorales.El M-19, mientras tanto,
insistía en tres puntos que podrían devolverle el aire perdido en el enrarecido
tejemaneje de los acuerdos y desacuerdos entre la clase política y el gobierno:
aplazamiento de las elecciones, convocatoria y conformación de una Asamblea
Nacional Constituyente, definición de un compromiso de la clase política
respecto del proceso de paz y de las garantías para el nuevo partido que
saldría del grupo guerrillero.
En
simultaneidad con la dejación de armas y el comienzo de la desmovilización
efectuada, por fin, el 9 de marzo de 1990, se estableció un nuevo y definitivo
acuerdo entre el gobierno y el M-19. Este documento aun cuando hacía mención
del Pacto Político por la Paz y la Democracia del 2 de noviembre de 1989 asumido
como requisito indispensable para el desarme, la desmovilización y la reincorporación
del M-19, sólo recogía de manera explícita algunos aspectos derivados de ese
consenso fundamental.
Para
el resto de ellos el convenio definitivo reservaba un numeral, el siete, donde
sin mayores énfasis le recordaba al gobierno su cumplimiento a partir de la fecha
de dejación de armas.
Los
acuerdos de marzo mostraron el trabajo de neutralización logrado, a la postre,
por un largo y retorcido proceso de paz donde primaron la habilidad del gobierno
y la capacidad de entrabamiento de la clase política sobre un grupo guerrillero
débil y desprovisto de iniciativas de peso. El contenido de las reformas que
cubrían el plano concreto del documento, los seis primeros numerales,
evidenciaban el carácter más técnico que político y social de los puntos adoptados,
todo ello envuelto dentro de una laxa y permisiva sintaxis que aludía, sin
duda, más a un espíritu de buena voluntad que a un acto de compromiso oficial.
Se establecía allí la coincidencia de los firmantes, Virgilio Barco Vargas, presidente
de la República; Carlos Pizarro Leongómez, comandante del M-19; Julio César
Turbay Ayala, director del Partido Liberal, en la "necesidad" de la
reforma constitucional a través de cualquiera de los mecanismos posibles; se comprometían
los signatarios a "respaldar" el establecimiento, por una sola vez,
de una circunscripción especial de paz para partidos surgidos de movimientos en
armas, desmovilizados y reincorporados a la vida civil y, también, de una
circunscripción nacional y de territorios nacionales para las minorías políticas;
se decía que el Fondo Nacional para la Paz, previsto en el Pacto Político de
Noviembre para adelantar acciones y programas de beneficio comunitario en las
zonas de influencia de la guerrilla desmovilizada, ``podrá ser ampliado"
en su financiación por el Gobierno, la empresa privada y las fundaciones
internacionales voluntariamente participantes; se afirmaba que los signatarios apoya
rían la Reforma Electoral en la adopción de la Tarjeta Electoral; se preveía la
creación de una comisión asesora para la reforma integral de la administración
de justicia, y una comisión de carácter académico, no gubernamental, para el
estudio del narcotráfico.
A las
elecciones del 11 de marzo que integraban la consulta liberal para definir el
candidato del partido a las presidenciales y la renovación de alcaldías y
Parlamento, el M-19 llegaba sin mayores ganancias políticas inmediatas deriva
das de la negociación con el gobierno y sin la más mínima preparación
electoral: con tres semanas de campaña apenas, solo, y sin ningún aparato de
movilización popular. Todo esto, sin embargo, hacía resaltar de qué parte del
diálogo y del compromiso por la paz se habían sufragado los mayores costos. De
un lado, aparecía un gobierno que desde su notable posición de fuerza entregaba
un preciso y angosto itinerario de desmovilización en el cual la casi totalidad
de las garantías para la guerrilla se desplazaba, con gran habilidad, hacia el
incierto escenario de la clase política tradicional. Del otro lado, aparecía un
movimiento dotado de gran paciencia frente a las provocaciones (mortales en el caso
de varios de sus militantes) de la extrema derecha y los tramposos escamoteos
de los políticos profesionales, y de innegable dignidad en el difícil trance de
negociar sobre una mesa donde las cartas del juego ya estaban marcadas.
La
impresionista ceremonia de conciliación democrática (Acuerdo de Paz, entrega de
armas, desmovilización) ofrecida al país pocos días antes de las elecciones del
11 de marzo sustituyó con creces la falta de preparación electoral del M-19. El
impacto del espectáculo conmovió sin duda a una opinión pública más dispuesta,
por lo mismo, a valorar los esfuerzos pacifistas de la organización y a deponer
las suspicacias que su pasado guerrillero le provocaba. Una buena parte de esa
opinión premió, sin duda, al M-19, al darle los votos suficientes para configurarse
como una alternativa de cambio frente a los demás grupos de izquierda.
En
cuanto a la UP, el triunfo del M-19 sobre ella, en las elecciones, abrió a la vista
de todos, la magnitud de los efectos que el terrorismo de extrema derecha y la crisis
de las alianzas internas le estaban causando a la organización. Respecto de la
primera de tales causales, ya dos meses antes de las elecciones, su presidente Diego
Montaña Cuéllar había considerado el retiro de la contienda electoral ante la
falta de garantías de nuevo demostrada por el reciente asesinato del candidato de
ese movimiento a la alcaldía de Marinilla (Antioquia) y las "graves
dificultades" para realizar actividades proselitistas en los departamentos
de Córdoba, Bolívar, Antioquia, el Magdalena Medio y los Territorios Nacionales72.
Respecto de la segunda, en una entrevista el 5 de marzo, el candidato
presidencial Bernardo Jaramillo hizo aún más visibles sus distancias con el
Partido Comunista al afirmar que las tesis leninistas ya no tenían vigencia
histórica y que lo que debería implantarse era un socialismo democrático
superior al centralismo vertical de los partidos comunistas, culpable de su
alejamiento de las masas. Además, para el cierre de la campaña electoral en
Bogotá, el mismo Jaramillo fustigó a las FARC al recordarles que dentro de la
UP no había espacio para vías de tipo militar y demandarles el cese de
prácticas en contra de la acción política legal.
El
exterminio físico y la quiebra de la composición política interna aniquilaron finalmente
a la UP en la coyuntura de las elecciones de marzo.
En la
persona de Bernardo Jaramillo se unieron, en forma dramática, esas dos fuerzas
disolventes. Los rumores sobre la expulsión de Jaramillo del PC llegaron a la
prensa, pero pese a los desmentidos de una y otra parte, la ruptura de las dos líneas
se hacía ya inminente. El asesinato de Bernardo Jaramillo el 22 de marzo, culminó
el proceso. Ocho días después, la mayoría de la dirigencia de la UP renunció a
sus cargos alegando serias discrepancias con el Partido Comunista.
Este,
sin mayores estremecimientos, se recogió sobre sí mismo, sobre su anquilosada
ortodoxia y se desentendió, con pasiva displicencia, de una de las más renovadoras
divergencias de su historia. El cierre de telón mediante el cual se quedó con
la razón social de la UP y nombró una dirección ajena en apariencia al puño del
Comité Central sólo podía ratificarle a la opinión pública, como en efecto lo
hizo, hasta qué punto se había contaminado de las triquiñuelas politiqueras de
una clase dirigente que decía combatir. A partir de ese momento y mientras el
nombre de la Unión Patriótica no sería ya más que la frágil fachada del Partido
Comunista, el grueso de la militancia civilista de la organización empezaría a
conformar el movimiento de los Círculos Bernardo Jaramillo.
El
mismo día en que Carlos Pizarro proclamó su candidatura para las elecciones
presidenciales de mayo, se recibía la noticia de la creación de un partido de
corte socialdemócrata en el cual estarían incluidos el M-19, el sector de la UP
que lideraba Bernardo Jaramillo, y un grupo de organizaciones de izquierda. La
conformación del nuevo partido, formalizada a principios de abril, recogía al
fin una serie de aproximaciones y compatibilidades entre doce núcleos interesados
en darle a la izquierda una creíble apertura democrática. Estos fueron los
siguientes: M-19, UP, Acción Nacionalista por la Paz, Socialismo Democrático,
Colombia Unida, Frente Democrático, Frente Popular, Movimiento Popular
Inconformes de Nariño, Movimiento Regional Causa Común, Movimiento de
Participación Ciudadana, Frente Amplio Magdalena
Medio,
Corriente de Integración Popular.
El
documento de creación del nuevo ente establecía una equilibrada argumentación alrededor
de objetivos tan consensuales como la paz, una democracia plena en lo social,
lo político, lo económico y lo cultural, un verdadero estado de derecho, y una
sociedad basada en el pluralismo y en un modelo de economía mixta. Era en las
vías de acceso a esos objetivos donde el carácter de los adherentes se hacía
más propio y distinto al de las otras alternativas de izquierda: el diálogo, la
solución política negociada, las vías civilistas, los métodos de la democracia.
Las
vías de esa izquierda empeñada en acreditarse como una importante alternativa
democrática fueron brutalmente torpedeadas con el asesinato, el 26 de abril, de
Carlos Pizarro Leongómez. En sólo 25 días de campaña presidencial, el candidato
de la Alianza Democrática M-19, nombre de la nueva unión de izquierda, había
demostrado que sí era posible empezar a armarle una oposición legal al sistema
desde una base electoral nacional y policlasista. Los planteamientos del líder,
dotado, además, de notables virtudes carismáticas para generar comunicación y
confianza, comenzaron a delinear un discurso que buscaba liberar a la izquierda
de sus automatizados reflejos ideológicos. En lo económico, en la política
exterior, en la concepción de la unidad nacional, el discurso contestatario del
candidato presidencial buscaba armonizar los elementos transformadores de la coyuntura
histórica con los límites y la conservación necesaria del sistema social. Y,
sobre todo, hacía de la propia experiencia del M-19 en el camino de la paz, un
criterio suficiente para ofrecer su mediación entre la sociedad hastiada de la violencia
y aquellos grupos insurgentes interesados en deponer las armas.
Los
asesinatos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, aclararon cuáles eran los puntos
que mayormente exacerbaban a la extrema derecha colombiana. El esfuerzo visible
y constante de los dos líderes para tramitarle a la insurrección armada un efectivo
estatuto legal, los unió en la mira homicida de quienes ven en la apertura de espacios
políticos para la izquierda, una concesión insoportable. Convencidos, por razones
a la vez reales e imaginarias, de la astucia de la izquierda para esconder sus
designios desestabilizadores, creen descubrir en los canales de concertación de
las diferencias políticas extremas un caballo de Troya para la infiltración del
enemigo. Dentro de esa óptica atrabiliaria, tanto la UP como el M-19 no han sido
más que una habilidosa estratagema de la subversión para colocar cabezas de playa
en el centro mismo de las instituciones democráticas. La izquierda, en
consecuencia, haga lo que haga, plantee lo que plantee, es siempre el otro extremo
de un campo de batalla y no el interlocutor de una mesa de negociaciones. Si
Bernardo Jaramillo representaba, pese a sus argumentos en contrario o
precisamente por ello, un mañoso recurso para maquillarle la faz a la
subversión comunista, Carlos Pizarro era el más logrado artificio para abrirle las
compuertas institucionales a la subversión toda. La creciente credibilidad del
líder del M-19, tan visible en las encuestas de opinión y en los actos públicos
del movimiento, debía reforzarle el temor a una extrema derecha convencida de
que el Gobierno se distraía, de lo que debía ser una frontal lucha anti insurgente,
con débiles y peligrosas concesiones legales.
En la
perspectiva política abierta por la búsqueda de la paz y la necesidad de adecuar
los proyectos de partido a esa empresa, es posible afirmar que lo que podría
llamarse la nueva izquierda legal en Colombia, nace con la creación de la UP
como posible forma de inserción jurídico-política de los guerrilleros desmovilizados
bajo el gobierno de Belisario Betancur. A partir de ese momento y de la puesta
en marcha de un complejo proceso de distancias entre el cálculo y la realidad
de quienes desde el Gobierno y la oposición animaron el plan de paz, empezó a
conformarse una visión y una práctica de transformación social que apuntaba a
romper con los paradigmas derivados de las revoluciones socialistas. Sin entrar
a considerar las posibles influencias que la crisis internacional del
socialismo tuvo en las diferentes etapas de ese fenómeno, lo cierto es que a
partir de la emergencia de Jaime Pardo Leal como candidato presidencial de la
UP en 1986, se va abriendo paso una nueva concepción estratégica de la
izquierda ya no apoyada en el antagonismo de las clases y la demolición del
Estado, sino en la integración social y la transformación del modelo político
burgués. Ese cambio de carácter, auspiciado sin duda por la renovadora apertura
política de Belisario Betancur, le confiere a la oposición radical un nuevo
estatuto en el escenario de los antagonismos de la democracia, una mayor
credibilidad como lo demostró la más alta votación histórica alcanzada en el
momento por su candidato Pardo Leal pero, al mismo tiempo, un más enconado
antagonismo de parte de sus adversarios de derecha. Así, en la medida en que un
sector de la izquierda colombiana, en consonancia con la evolución
internacional y las condiciones internas, se centra en el espectro político al
desestimar las rígidas polarizaciones sociales y políticas de los viejos proyectos
socialistas, en esa misma medida, algunos sectores de derecha, por un
movimiento contrario, se desplazan hacia una visión de extrema donde las nuevas
maneras de paz de sus oponentes son vistas como simples camuflajes de guerra.
Las
figuras de Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y, en la actualidad, Antonio Navarro
Wolff, sucesor de Pizarro en la candidatura presidencial y en la dirección del
movimiento Alianza Democrática M-19, representan la marcha hacia adelante, pese
a todos los obstáculos en contra, de ese nuevo proyecto democrático que desde
el pasado de una insurgencia radical heroica, ilusa y superada históricamente,
se vuelve sobre el país real para descubrirlo y movilizarlo hacia metas
posibles. La criminal reacción de la extrema derecha sobre ese esfuerzo civilista
es a su vez, pese a lo dramático que ello pueda resultar, un indicador cierto
de la calidad del horizonte propuesto, de las vías para llegar a él y de la
sinrazón histórica de sus bárbaros opositores. En efecto, nada podrán a la larga
quienes hacen del exterminio de las diferencias ideo lógicas el plan para
estabilizar la sociedad; contra esta macabra ilusión se impondrá al fin la
pujanza de una realidad esquiva a las camisas de fuerza que se le quieren
imponer desde los extremos, y el empeño político de todas aquellas voluntades,
por fortuna mayoritarias, para recrear un croquis efectivo de convivencia
democrática.
La
plataforma de gobierno que la Alianza Democrática M-19 hizo pública poco antes
de las elecciones presidenciales de mayo de 1990, le mostró al país los avances
en ponderación analítica y realismo estratégico alcanzados por la nueva
izquierda legal en Colombia. A partir de una frase de hondo sentido común,
"no podemos ser líderes si seguimos matándonos", el documento hace de
la reconciliación entre todos los colombianos la base de su acción política al
decir que aquélla "pasa necesariamente por una política de diálogo con los
factores de violencia, un cambio en la concepción de la defensa nacional y del orden
público, una reforma a la justicia, un proceso de transformaciones sociales y un
empeño por lograr la unidad nacional". Tanto en los cambios de la defensa
nacional como del orden público, se le concede a las Fuerzas Armadas su naturaleza
legítima dentro del orden social al hacerlas corresponsables del diseño de una
política de paz, reconocer que la reorientación de las Fuerzas Armadas hacia su
papel de salvaguardia de la integración nacional sólo puede ser el resultado de
una paz integral, y aceptar, en el monopolio y la utilización legítima de las
armas por parte del Estado, la vía más efectiva para el logro de la convivencia.
A la justicia también se le reconoce su valor consustancial en el ordenamiento
de la sociedad vigente y se afirma la necesidad de recuperarla "en todo su
peso y dimensión", mediante la superación de la crisis de legitimidad que la
afecta. En el campo de las transformaciones económico-sociales, la plataforma
se distancia de los extremos del Desarrollismo y del Populismo y propugna el
establecimiento de un nuevo modelo de desarrollo basado en la generalización de
la propiedad privada, en el cual "se vayan eliminando las desigualdades
extremas sin abolir el ahorro y la inversión que la economía necesita para
crecer dinámicamente”.
En la
relación de ese modelo de desarrollo nacional con los agentes externos, éstos pierden
el rasgo perverso y unicausal que la arcaica imaginería radical solía darles. La
deuda externa se mira también como el saldo del marginamiento respecto del desarrollo
nacional exhibido por los sectores más acomodados de la sociedad y no sólo como
resultado de la "inflexibilidad de las instituciones financieras
acreedoras, (de) las altas tasas de interés generadas por la política macroeconómica
de los países más desarrollados y (de) la insensibilidad que éstos muestran en relación
con la inestabilidad de nuestras exportaciones". De igual modo, se valora
la necesidad de la inversión extranjera para complementar el ahorro nacional
siempre y cuando esté acompañada de un Estado eficiente, capaz de
"negociar condiciones adecuadas con las empresas transnacionales que predominan
en la economía mundial". En cuanto a las relaciones con Estados Unidos, se
proclama la necesidad de un intercambio constructivo basado en el respeto
mutuo, la no intervención en los económicas equitativas. "Queremos –dice el
documento- invertir el orden de prioridades en las relaciones; primero la economía
y luego la seguridad. Y en esta medida el interlocutor privilegiado será el Departamento
de Comercio y no el Departamento de Estado".
Los
extractos anteriores permiten comprender con claridad los esfuerzos de la
Alianza Democrática M-19 para, a partir de unos núcleos de izquierda típica (pasado
militar, adhesión a alguno de los paradigmas revolucionarios internacionales)
empezar a transitar un camino de acumulación de fuerzas que rebase, de modo
progresivo, la militancia y las simpatías de su estrecho origen ideológico. Los
resultados de las elecciones presidenciales de mayo, donde el movimiento
alcanzó los topes absolutos y relativos más altos para la izquierda en Colombia
(755.000 sufragios, 12.50 por ciento de la votación total) permiten ver la
captación de un voto de opinión que se decidió, por fin, a visitar las toldas electorales
de la izquierda. Que ello rebase la línea coyuntural y se convierta en un
acompañamiento de más largo alcance es cosa que está por verse. Los fenómenos
electorales no tienen, por sí mismos, una proyección asegurada sobre un futuro
político que, como en Colombia, parece haberle sido hipotecado al bipartidismo.
Por
ahora, en lo previsible a mediano plazo, el movimiento de la nueva izquierda
legal se está consolidando. De 12 grupos que lo conformaban inicialmente se ha
pasado a 17, con lo que su espectro ideológico constitutivo se amplía aún más y
se matiza en una gradación que rompe la concentración monotonal de la
izquierda. Esto, es obvio, resulta de máxima importancia como preventivo contra
las tendencias hegemónicas usuales en las coaliciones políticas y, ya hacia
afuera, como garantía de representación para esa franja electoral inconforme,
amplia, móvil, y que dista mucho de tener el sentido de identidad o de afinidad
izquierdista que algunos pretenden darle.
Pero,
sobre todo, la Alianza Democrática M-19 parece consolidarse en lo que la legitima
como alternativa democrática frente a las extremas de derecha e izquierda: su
voluntad para proyectarse como un camino de convivencia en el cual puedan
confluir todas las polarizaciones políticas. Ya, desde la dirección de Carlos
Pizarro, el M-19 había ofrecido su mediación para adelantar contactos con las
autodefensas campesinas y algunas organizaciones guerrilleras inclinadas al
diálogo. Con Navarro Wolff esa función animadora del proceso de paz se
concretó, ante la petición explícita del Ejército Popular de Liberación (EPL) y
del Quintín Lame para que el M-19 sirviera de intermediario entre el Gobierno y
los grupos alzados en armas para adelantar conversaciones tendientes a la
pacificación. En la actualidad, desde la coalición Alianza Democrática M-19, el
apoyo al diálogo que adelantan el Estado y el EPL ha continuado bajo la forma
de un estímulo constante al necesario ambiente de distensión entre los
interlocutores.
Es
pues, ahí, en el centro del esfuerzo por la paz que libran varios sectores de
la sociedad colombiana, donde se juega el futuro político de la Alianza
Democrática M-19 y de la izquierda colombiana en general. A la primera, ese es
el único camino que le queda para tratar de desmontar las acciones de
exterminio de la extrema derecha al oponerle a ésta un sólido frente de
convivencia que deslegitime, del todo, sus cruzadas a favor de una supuesta
conservación del orden democrático tradicional; a la segunda, ese es también el
único horizonte que le queda para exponer con amplitud sus convicciones de
reforma y hacerlas accesibles al marco real de transformación que condiciona a
la actual sociedad colombiana.
Y es
que ya en este momento de la evolución de las ideologías la alternativa revolucionaria
de izquierda no puede seguir anclada, como lo ha estado durante tanto tiempo,
en la utopía de una reconstrucción, a partir de cero, de las formas actuales de
organización social.
Esa utopía, ese invocado derecho a la fantasía
justicia lista con tanto desdén opuesto al pragmatismo de la desigualdad, no ha
logrado mostrar resultados que la hagan apreciable a los ojos de los hombres.
Desde el poder, como lo evidencia la patética crisis del socialismo en el
mundo, sólo logró dejar una irracional y a la postre anacrónica estructura
económica levantada sobre el interminable sacrificio de sus trabajadores. Fuera
del poder, como lo acredita la descomposición de los movimientos insurgentes de
hoy, sólo da testimonio de su frustración destructiva y de su incapacidad para
generar soluciones. La nueva izquierda legal es, pues, en Colombia, el
necesario resultado de la crisis política que ahora sí parece sepultar, tanto
en nuestro país como en el mundo entero, a las organizaciones contestatarias
afirmadas en la tradición de la lucha de clases, la toma del poder por las
armas, la dictadura unipartidaria y la centralización económica. Así, sobre los
restos históricos de una concepción cada vez más menguada por sus propias incapacidades
y por la capacidad de su antagonista, el capitalismo, para remontar las crisis,
va surgiendo una nueva alternativa, flexible y confiable, de manejo político de
los problemas sociales. Que las cenizas de las viejas cosas guardan, pese a
todo, una virtualidad generadora de nuevos fenómenos puede ser el corolario de
este fenómeno
lleno, si se quiere, de dialécticas contradicciones marxistas.
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