martes, 19 de abril de 2016

LAS FÉRTILES CENIZAS DE LA IZQUIERDA

El texto que reproducimos a continuación es tomado de la Revista de  la Universidad Nacional: Análisis Político número 10, correspondiente a los meses de mayo a agosto de 1990.

LAS FÉRTILES CENIZAS DE LA IZQUIERDA

William Ramírez Tobón*

Sociólogo, investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales.
En la historia, y sobre todo en la de las ideas, las paradojas que surgen de trecho en trecho parecen hacerle guiños irónicos a la evolución de las convicciones humanas. Una reflexión semejante podría suscitar la gestación, en su forma más embrionaria, de lo que ha sido el actual proyecto de la izquierda colombiana. En efecto, esta nueva izquierda, legal y civilista, constituida de modo importante con el aporte de la Unión Patriótica, quedaría emparentada con las nuevas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia si se tiene en cuenta la relación originaria que hizo de la UP la hija indómita de las FARC. Así, y pese a la desvalorización mundial de los conceptos y las prácticas marxistas, se le podría conceder a los más ortodoxos el consuelo de aplicar en algún lugar de la transformación de las ideas el principio materialista de la dialéctica de las contradicciones.

Con ello y gracias a ese recursivo mecano argumental de la lógica marxista para armar y desarmar la realidad uno podría ver emerger, del seno de un radicalismo áspero y primitivo (las FARC), el aún débil contrario de una propuesta política de tendencias opuestas (la UP), dos polos que, en suma, y según la referida simulación lógica, mostrarían un proceso que de negación en negación iría produciendo unos resultados cualitativos bien distintos de lo que fue el punto de partida. Saltos cualitativos, negación de la negación, contradicciones a partir del seno del fenómeno y, en fin, toda la jerga de esa escolástica decimonónica podría ponerse al servicio explicativo de una evolución donde las intenciones y el contenido iniciales de una praxis humana provocan, a la postre, otros derivados. Así, lo que bajo el gobierno de Belisario Betancur fue concebido por las FARC como el implante legitimador, en las entrañas mismas de la democracia burguesa, de una combinación de formas de lucha legales e ilegales, terminó siendo la vía para que un sector importante de la izquierda empezara a explotar el sentido único de las luchas legales.

Una vía trágica y paradojal, por cierto, ya que al momento del II Congreso Nacional, en septiembre de 1989, cuando la UP clarificó el sendero legal mediante una nueva plataforma política, a la organización ya le habían causado cerca de mil muertos. Víctimas caídas en la indefensión como macabra cuota de un movimiento que pese a rechazar la guerra se desangraba en la inevitable ambivalencia de su voluntad de paz, por un lado, y el oneroso fardo de la combinación de formas de lucha legales e ilegales que compartía con el Partido Comunista Colombiano, por el otro.

La plataforma política de ese II Congreso ya le daba a la UP un convincente rostro de reformador legal. Fuera de dos nostálgicas adherencias (nacionalización de los recursos naturales y autonomía de la universidad pública) a los viejos principios de la década del sesenta, todo era allí accesible a las posibilidades de transformación de la democracia burguesa. Las reformas políticas ampliaban la participación popular mediante el perfeccionamiento de los instrumentos electorales y la garantía a los derechos de reunión, asociación, información y movilización. Las reformas económicas activaban, por una parte, algunas de las dormidas virtudes constitucionales para racionalizar la propiedad y, por otra, buscaban un mejoramiento en las condiciones externas de la economía nacional. Las reformas sociales mejoraban las relaciones contractuales entre el capital y el trabajo, modernizaban el funcionamiento de la rama judicial y prometían la indemnización, por parte del Estado, a las víctimas de la guerra sucia. Las reformas culturales generalizaban el acceso a la educación. Las reformas internacionales, en fin, aseguraban una diplomacia abierta a la búsqueda de acuerdos económicos entre naciones.

Los planteamientos programáticos de la UP parecían indicar un ajuste cada vez más consciente alrededor de una estrategia eleccionaria. Antes, ya se había logrado la máxima cota histórica de competencia electoral para la izquierda con el candidato presidencial Jaime Pardo Leal (un 4.5 por ciento del total de los sufragantes en 1986) y una notable representación en alcaldías y cuerpos colegiados en 1988 al lograr 18 alcaldías y 9 congresistas entre principales y suplentes. Hacia el futuro y a partir del II Congreso Nacional, se tenía el compromiso de las elecciones de 1990 para consolidar lo logrado hasta entonces.

La nominación de Bernardo Jaramillo como aspirante presidencial para el 90 ratificó el propósito del movimiento de ampliar su base electoral mediante una candidatura claramente civilista. Bernardo Jaramillo, cada vez más libre de sus anclajes izquierdizantes y de sus lealtades emocionales al insurreccionismo, empezó a representar la tendencia legal de quienes buscaban en ese entonces la nítida diferenciación de la UP respecto de las FARC y del Partido Comunista. Un alinderamiento en verdad indispensable para hacer creíble la autopresentación de una izquierda en trance de superar los paralizantes maniqueísmos de la ideología ortodoxa.

El deslinde con el Partido Comunista no podía ser, sin embargo, como bien lo sabían los directivos de la UP, el resultado de una ruptura o de una abrupta formulación de diferencias fundamentales. El nuevo núcleo era todavía muy frágil y no podía prescindir del aparato de partido, de su experiencia electoral, so pena de convertirse en un insignificante cisma. De todas formas, también para las disidencias del tercer partido tradicional colombiano, parecía regir esa ausencia de porvenir, ese carácter episódico que estigmatiza a las fracciones del conservatismo y el liberalismo. Pero, sobre todo, esos mismos directivos sabían que el corte de cuentas con sus antiguos camaradas debía trascender el estrecho conventículo disciplinario y convertirse en un hecho político importante, en términos cuantitativos y cualitativos, para el futuro de la sociedad colombiana.

Sobre esa base, se hacía indispensable el acoplamiento de las convergencias con todas aquellas fuerzas comprometidas en una perspectiva semejante. Para el sector civilista de la UP el estrechamiento del sendero con sus compañeros de ruta comunista debería conducir, paso a paso, a una ampliación del espacio político con otras fuerzas de oposición al gobierno y al sistema. Es dentro de dicha lógica que empezaron a darse los contactos, a partir de octubre de 1989, entre la UP y el Movimiento 19 de Abril (M-19), por esa época concentrado en Santo Domingo, Cauca.

Los contactos entre las dos organizaciones permitieron visualizar, en el momento, la gradual emergencia de un nuevo escenario para la izquierda colombiana. La UP empezaba a perfilar un protagonismo político propio por encima de sus filiaciones comunistas y del patronazgo de un movimiento guerrillero curtido en una lucha de cuarenta años. El M-19, una organización con un pasado rico en audacias bélicas e inventivas publicitarias, retornaba a un presente donde los exiguos saldos militares y políticos alcanzados le daban el realismo necesario para comprender que el nacimiento de una mejor sociedad colombiana no iba a tener como partera a la lucha armada.

Por la época en que la campaña electoral de la UP ya despegaba con vista a los comicios de 1990, el M-19 formalizaba, mediante un atilda do acto social en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, su adiós a la hirsuta vida de monte y su reinserción a los códigos legales de la actividad política. Era el 29 de noviembre de 1989. El evento, que tuvo la significativa presencia del expresidente y jefe del partido de gobierno Julio César Turbay Ayala, se realizaba a medio camino de dos situaciones de importancia: la primera, dada un mes antes, era el Pacto Político por la Paz y la Democracia, requisito para el desarme, la desmovilización y la reincorporación del M-19, suscrito entre el gobierno, el Partido Liberal, los presidentes del Senado y la Cámara, un representante de la Iglesia Católica y el grupo subversivo; la segunda, aún por cumplir, era la aprobación por parte del Congreso, del indulto y del proyecto de reforma constitucional que recogía algunos de los puntos previamente acordados.

El Pacto estaba dividido en tres aspectos: constitucionales y de materia electoral, uno; socio económico, el otro, y de convivencia, justicia y orden público, el siguiente. El primero, con puntos tales como la Circunscripción Nacional Especial de Paz y el voto obligatorio, estaba apostado a la aprobación de la Reforma Constitucional por la vía ordinaria del Congreso. El segundo, establecía una serie de medidas de racionalización del sistema económico en los campos del planeamiento, los ingresos y salarios, la política laboral, los recursos naturales y la producción agraria; en lo social se recomendaba la necesidad de diseñar planes para la seguridad alimentaria, la vivienda, la salud y se acordaba el establecimiento de un Fondo Nacional para la Paz con el objeto de adelantar acciones y programas específicos en las áreas de desmovilización de los grupos alzados en armas. El tercero, planteaba la creación de una Comisión asesora para la reforma de la justicia, la revisión del Estatuto para la Defensa de la Democracia, la publicación por parte del gobierno de toda la información sobre los grupos de Autodefensa amparados por las Fuerzas Armadas, y la integración de una comisión de carácter académico, no gubernamental, para el estudio del narcotráfico.

Como se sabe, al finalizar la legislatura ordinaria de 1989, el indulto fue aprobado de un modo casi agónico y el proyecto de Reforma Constitucional se hundió tras una serie de incidentes que volvieron a mostrar, si acaso era aún necesario, la ingenuidad, torpeza o impotencia de quienes todavía apostaban en el Parlamento la suerte de sus proyectos de cambio para el país.

El hundimiento de las reformas a la Constitución se llevó en el naufragio un importante soporte de reinserción legal al desaparecer la circunscripción electoral especial para los alzados en armas.
De ese modo el M-19 se quedaba con el perdón judicial, sin medios efectivos de competencia política y con un peligroso saldo en rojo: el de la campaña que contra tal beneficio electoral desataron varios sectores de la clase política y empresarial. Por el momento, la reacción de dichos sectores apenas parecía un mezquino regateo sobre unas cuantas curules distintas a las de los barones electorales y los partidos tradicionales; las consecuencias reales de esa irresponsable cruzada, abierta, unas veces, solapada, otras, para evadir unos costos mínimos en el itinerario de la convivencia sólo se verían más adelante, a propósito de los asesinatos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro Leongómez.

Al comenzar 1990, a dos meses de los comicios que le ofrecerían los primeros ejercicios legales al M-19, el proceso de paz afrontaba graves problemas. Los guerrilleros, enfrascados en un trámite de incorporación civil que ya no les permitía echarse atrás y más bien los forzaba a nuevas concesiones, sólo tenían en sus manos la reglamentación mediante decreto del indulto. Desprovistos de poder negociador real, pronto empezaron a sentir el vacío y la falta de miramiento de una clase política ensoberbecida por su estabilidad y acostumbrada a las transacciones de rentabilidad visible e inmediata. Fue así como los precandidatos liberales a la nominación presidencial coincidieron en apoyar en abstracto la política de paz vigente, pero se abstuvieron de darle alguna concreción al precario horizonte político del movimiento en trance de dejar las armas. Los conservadores, según la conducta seguida durante todo el cuatrienio, hicieron de su oposición por principio al gobierno, un sabotaje de hecho a las fórmulas de paz. Los barones electorales de uno y otro bando, recibieron con suspicacia y desprecio la posibilidad de acoger al advenedizo en alianzas electorales que compensaran la pérdida de las prometidas oportunidades electorales.El M-19, mientras tanto, insistía en tres puntos que podrían devolverle el aire perdido en el enrarecido tejemaneje de los acuerdos y desacuerdos entre la clase política y el gobierno: aplazamiento de las elecciones, convocatoria y conformación de una Asamblea Nacional Constituyente, definición de un compromiso de la clase política respecto del proceso de paz y de las garantías para el nuevo partido que saldría del grupo guerrillero.

En simultaneidad con la dejación de armas y el comienzo de la desmovilización efectuada, por fin, el 9 de marzo de 1990, se estableció un nuevo y definitivo acuerdo entre el gobierno y el M-19. Este documento aun cuando hacía mención del Pacto Político por la Paz y la Democracia del 2 de noviembre de 1989 asumido como requisito indispensable para el desarme, la desmovilización y la reincorporación del M-19, sólo recogía de manera explícita algunos aspectos derivados de ese consenso fundamental.

Para el resto de ellos el convenio definitivo reservaba un numeral, el siete, donde sin mayores énfasis le recordaba al gobierno su cumplimiento a partir de la fecha de dejación de armas.

Los acuerdos de marzo mostraron el trabajo de neutralización logrado, a la postre, por un largo y retorcido proceso de paz donde primaron la habilidad del gobierno y la capacidad de entrabamiento de la clase política sobre un grupo guerrillero débil y desprovisto de iniciativas de peso. El contenido de las reformas que cubrían el plano concreto del documento, los seis primeros numerales, evidenciaban el carácter más técnico que político y social de los puntos adoptados, todo ello envuelto dentro de una laxa y permisiva sintaxis que aludía, sin duda, más a un espíritu de buena voluntad que a un acto de compromiso oficial. Se establecía allí la coincidencia de los firmantes, Virgilio Barco Vargas, presidente de la República; Carlos Pizarro Leongómez, comandante del M-19; Julio César Turbay Ayala, director del Partido Liberal, en la "necesidad" de la reforma constitucional a través de cualquiera de los mecanismos posibles; se comprometían los signatarios a "respaldar" el establecimiento, por una sola vez, de una circunscripción especial de paz para partidos surgidos de movimientos en armas, desmovilizados y reincorporados a la vida civil y, también, de una circunscripción nacional y de territorios nacionales para las minorías políticas; se decía que el Fondo Nacional para la Paz, previsto en el Pacto Político de Noviembre para adelantar acciones y programas de beneficio comunitario en las zonas de influencia de la guerrilla desmovilizada, ``podrá ser ampliado" en su financiación por el Gobierno, la empresa privada y las fundaciones internacionales voluntariamente participantes; se afirmaba que los signatarios apoya rían la Reforma Electoral en la adopción de la Tarjeta Electoral; se preveía la creación de una comisión asesora para la reforma integral de la administración de justicia, y una comisión de carácter académico, no gubernamental, para el estudio del narcotráfico.

A las elecciones del 11 de marzo que integraban la consulta liberal para definir el candidato del partido a las presidenciales y la renovación de alcaldías y Parlamento, el M-19 llegaba sin mayores ganancias políticas inmediatas deriva das de la negociación con el gobierno y sin la más mínima preparación electoral: con tres semanas de campaña apenas, solo, y sin ningún aparato de movilización popular. Todo esto, sin embargo, hacía resaltar de qué parte del diálogo y del compromiso por la paz se habían sufragado los mayores costos. De un lado, aparecía un gobierno que desde su notable posición de fuerza entregaba un preciso y angosto itinerario de desmovilización en el cual la casi totalidad de las garantías para la guerrilla se desplazaba, con gran habilidad, hacia el incierto escenario de la clase política tradicional. Del otro lado, aparecía un movimiento dotado de gran paciencia frente a las provocaciones (mortales en el caso de varios de sus militantes) de la extrema derecha y los tramposos escamoteos de los políticos profesionales, y de innegable dignidad en el difícil trance de negociar sobre una mesa donde las cartas del juego ya estaban marcadas.

La impresionista ceremonia de conciliación democrática (Acuerdo de Paz, entrega de armas, desmovilización) ofrecida al país pocos días antes de las elecciones del 11 de marzo sustituyó con creces la falta de preparación electoral del M-19. El impacto del espectáculo conmovió sin duda a una opinión pública más dispuesta, por lo mismo, a valorar los esfuerzos pacifistas de la organización y a deponer las suspicacias que su pasado guerrillero le provocaba. Una buena parte de esa opinión premió, sin duda, al M-19, al darle los votos suficientes para configurarse como una alternativa de cambio frente a los demás grupos de izquierda.

En cuanto a la UP, el triunfo del M-19 sobre ella, en las elecciones, abrió a la vista de todos, la magnitud de los efectos que el terrorismo de extrema derecha y la crisis de las alianzas internas le estaban causando a la organización. Respecto de la primera de tales causales, ya dos meses antes de las elecciones, su presidente Diego Montaña Cuéllar había considerado el retiro de la contienda electoral ante la falta de garantías de nuevo demostrada por el reciente asesinato del candidato de ese movimiento a la alcaldía de Marinilla (Antioquia) y las "graves dificultades" para realizar actividades proselitistas en los departamentos de Córdoba, Bolívar, Antioquia, el Magdalena Medio y los Territorios Nacionales72. Respecto de la segunda, en una entrevista el 5 de marzo, el candidato presidencial Bernardo Jaramillo hizo aún más visibles sus distancias con el Partido Comunista al afirmar que las tesis leninistas ya no tenían vigencia histórica y que lo que debería implantarse era un socialismo democrático superior al centralismo vertical de los partidos comunistas, culpable de su alejamiento de las masas. Además, para el cierre de la campaña electoral en Bogotá, el mismo Jaramillo fustigó a las FARC al recordarles que dentro de la UP no había espacio para vías de tipo militar y demandarles el cese de prácticas en contra de la acción política legal.

El exterminio físico y la quiebra de la composición política interna aniquilaron finalmente a la UP en la coyuntura de las elecciones de marzo.

En la persona de Bernardo Jaramillo se unieron, en forma dramática, esas dos fuerzas disolventes. Los rumores sobre la expulsión de Jaramillo del PC llegaron a la prensa, pero pese a los desmentidos de una y otra parte, la ruptura de las dos líneas se hacía ya inminente. El asesinato de Bernardo Jaramillo el 22 de marzo, culminó el proceso. Ocho días después, la mayoría de la dirigencia de la UP renunció a sus cargos alegando serias discrepancias con el Partido Comunista.
Este, sin mayores estremecimientos, se recogió sobre sí mismo, sobre su anquilosada ortodoxia y se desentendió, con pasiva displicencia, de una de las más renovadoras divergencias de su historia. El cierre de telón mediante el cual se quedó con la razón social de la UP y nombró una dirección ajena en apariencia al puño del Comité Central sólo podía ratificarle a la opinión pública, como en efecto lo hizo, hasta qué punto se había contaminado de las triquiñuelas politiqueras de una clase dirigente que decía combatir. A partir de ese momento y mientras el nombre de la Unión Patriótica no sería ya más que la frágil fachada del Partido Comunista, el grueso de la militancia civilista de la organización empezaría a conformar el movimiento de los Círculos Bernardo Jaramillo.

El mismo día en que Carlos Pizarro proclamó su candidatura para las elecciones presidenciales de mayo, se recibía la noticia de la creación de un partido de corte socialdemócrata en el cual estarían incluidos el M-19, el sector de la UP que lideraba Bernardo Jaramillo, y un grupo de organizaciones de izquierda. La conformación del nuevo partido, formalizada a principios de abril, recogía al fin una serie de aproximaciones y compatibilidades entre doce núcleos interesados en darle a la izquierda una creíble apertura democrática. Estos fueron los siguientes: M-19, UP, Acción Nacionalista por la Paz, Socialismo Democrático, Colombia Unida, Frente Democrático, Frente Popular, Movimiento Popular Inconformes de Nariño, Movimiento Regional Causa Común, Movimiento de Participación Ciudadana, Frente Amplio Magdalena
Medio, Corriente de Integración Popular.

El documento de creación del nuevo ente establecía una equilibrada argumentación alrededor de objetivos tan consensuales como la paz, una democracia plena en lo social, lo político, lo económico y lo cultural, un verdadero estado de derecho, y una sociedad basada en el pluralismo y en un modelo de economía mixta. Era en las vías de acceso a esos objetivos donde el carácter de los adherentes se hacía más propio y distinto al de las otras alternativas de izquierda: el diálogo, la solución política negociada, las vías civilistas, los métodos de la democracia.

Las vías de esa izquierda empeñada en acreditarse como una importante alternativa democrática fueron brutalmente torpedeadas con el asesinato, el 26 de abril, de Carlos Pizarro Leongómez. En sólo 25 días de campaña presidencial, el candidato de la Alianza Democrática M-19, nombre de la nueva unión de izquierda, había demostrado que sí era posible empezar a armarle una oposición legal al sistema desde una base electoral nacional y policlasista. Los planteamientos del líder, dotado, además, de notables virtudes carismáticas para generar comunicación y confianza, comenzaron a delinear un discurso que buscaba liberar a la izquierda de sus automatizados reflejos ideológicos. En lo económico, en la política exterior, en la concepción de la unidad nacional, el discurso contestatario del candidato presidencial buscaba armonizar los elementos transformadores de la coyuntura histórica con los límites y la conservación necesaria del sistema social. Y, sobre todo, hacía de la propia experiencia del M-19 en el camino de la paz, un criterio suficiente para ofrecer su mediación entre la sociedad hastiada de la violencia y aquellos grupos insurgentes interesados en deponer las armas.

Los asesinatos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, aclararon cuáles eran los puntos que mayormente exacerbaban a la extrema derecha colombiana. El esfuerzo visible y constante de los dos líderes para tramitarle a la insurrección armada un efectivo estatuto legal, los unió en la mira homicida de quienes ven en la apertura de espacios políticos para la izquierda, una concesión insoportable. Convencidos, por razones a la vez reales e imaginarias, de la astucia de la izquierda para esconder sus designios desestabilizadores, creen descubrir en los canales de concertación de las diferencias políticas extremas un caballo de Troya para la infiltración del enemigo. Dentro de esa óptica atrabiliaria, tanto la UP como el M-19 no han sido más que una habilidosa estratagema de la subversión para colocar cabezas de playa en el centro mismo de las instituciones democráticas. La izquierda, en consecuencia, haga lo que haga, plantee lo que plantee, es siempre el otro extremo de un campo de batalla y no el interlocutor de una mesa de negociaciones. Si Bernardo Jaramillo representaba, pese a sus argumentos en contrario o precisamente por ello, un mañoso recurso para maquillarle la faz a la subversión comunista, Carlos Pizarro era el más logrado artificio para abrirle las compuertas institucionales a la subversión toda. La creciente credibilidad del líder del M-19, tan visible en las encuestas de opinión y en los actos públicos del movimiento, debía reforzarle el temor a una extrema derecha convencida de que el Gobierno se distraía, de lo que debía ser una frontal lucha anti insurgente, con débiles y peligrosas concesiones legales.

En la perspectiva política abierta por la búsqueda de la paz y la necesidad de adecuar los proyectos de partido a esa empresa, es posible afirmar que lo que podría llamarse la nueva izquierda legal en Colombia, nace con la creación de la UP como posible forma de inserción jurídico-política de los guerrilleros desmovilizados bajo el gobierno de Belisario Betancur. A partir de ese momento y de la puesta en marcha de un complejo proceso de distancias entre el cálculo y la realidad de quienes desde el Gobierno y la oposición animaron el plan de paz, empezó a conformarse una visión y una práctica de transformación social que apuntaba a romper con los paradigmas derivados de las revoluciones socialistas. Sin entrar a considerar las posibles influencias que la crisis internacional del socialismo tuvo en las diferentes etapas de ese fenómeno, lo cierto es que a partir de la emergencia de Jaime Pardo Leal como candidato presidencial de la UP en 1986, se va abriendo paso una nueva concepción estratégica de la izquierda ya no apoyada en el antagonismo de las clases y la demolición del Estado, sino en la integración social y la transformación del modelo político burgués. Ese cambio de carácter, auspiciado sin duda por la renovadora apertura política de Belisario Betancur, le confiere a la oposición radical un nuevo estatuto en el escenario de los antagonismos de la democracia, una mayor credibilidad como lo demostró la más alta votación histórica alcanzada en el momento por su candidato Pardo Leal pero, al mismo tiempo, un más enconado antagonismo de parte de sus adversarios de derecha. Así, en la medida en que un sector de la izquierda colombiana, en consonancia con la evolución internacional y las condiciones internas, se centra en el espectro político al desestimar las rígidas polarizaciones sociales y políticas de los viejos proyectos socialistas, en esa misma medida, algunos sectores de derecha, por un movimiento contrario, se desplazan hacia una visión de extrema donde las nuevas maneras de paz de sus oponentes son vistas como simples camuflajes de guerra.

Las figuras de Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y, en la actualidad, Antonio Navarro Wolff, sucesor de Pizarro en la candidatura presidencial y en la dirección del movimiento Alianza Democrática M-19, representan la marcha hacia adelante, pese a todos los obstáculos en contra, de ese nuevo proyecto democrático que desde el pasado de una insurgencia radical heroica, ilusa y superada históricamente, se vuelve sobre el país real para descubrirlo y movilizarlo hacia metas posibles. La criminal reacción de la extrema derecha sobre ese esfuerzo civilista es a su vez, pese a lo dramático que ello pueda resultar, un indicador cierto de la calidad del horizonte propuesto, de las vías para llegar a él y de la sinrazón histórica de sus bárbaros opositores. En efecto, nada podrán a la larga quienes hacen del exterminio de las diferencias ideo lógicas el plan para estabilizar la sociedad; contra esta macabra ilusión se impondrá al fin la pujanza de una realidad esquiva a las camisas de fuerza que se le quieren imponer desde los extremos, y el empeño político de todas aquellas voluntades, por fortuna mayoritarias, para recrear un croquis efectivo de convivencia democrática.

La plataforma de gobierno que la Alianza Democrática M-19 hizo pública poco antes de las elecciones presidenciales de mayo de 1990, le mostró al país los avances en ponderación analítica y realismo estratégico alcanzados por la nueva izquierda legal en Colombia. A partir de una frase de hondo sentido común, "no podemos ser líderes si seguimos matándonos", el documento hace de la reconciliación entre todos los colombianos la base de su acción política al decir que aquélla "pasa necesariamente por una política de diálogo con los factores de violencia, un cambio en la concepción de la defensa nacional y del orden público, una reforma a la justicia, un proceso de transformaciones sociales y un empeño por lograr la unidad nacional". Tanto en los cambios de la defensa nacional como del orden público, se le concede a las Fuerzas Armadas su naturaleza legítima dentro del orden social al hacerlas corresponsables del diseño de una política de paz, reconocer que la reorientación de las Fuerzas Armadas hacia su papel de salvaguardia de la integración nacional sólo puede ser el resultado de una paz integral, y aceptar, en el monopolio y la utilización legítima de las armas por parte del Estado, la vía más efectiva para el logro de la convivencia. A la justicia también se le reconoce su valor consustancial en el ordenamiento de la sociedad vigente y se afirma la necesidad de recuperarla "en todo su peso y dimensión", mediante la superación de la crisis de legitimidad que la afecta. En el campo de las transformaciones económico-sociales, la plataforma se distancia de los extremos del Desarrollismo y del Populismo y propugna el establecimiento de un nuevo modelo de desarrollo basado en la generalización de la propiedad privada, en el cual "se vayan eliminando las desigualdades extremas sin abolir el ahorro y la inversión que la economía necesita para crecer dinámicamente”.
En la relación de ese modelo de desarrollo nacional con los agentes externos, éstos pierden el rasgo perverso y unicausal que la arcaica imaginería radical solía darles. La deuda externa se mira también como el saldo del marginamiento respecto del desarrollo nacional exhibido por los sectores más acomodados de la sociedad y no sólo como resultado de la "inflexibilidad de las instituciones financieras acreedoras, (de) las altas tasas de interés generadas por la política macroeconómica de los países más desarrollados y (de) la insensibilidad que éstos muestran en relación con la inestabilidad de nuestras exportaciones". De igual modo, se valora la necesidad de la inversión extranjera para complementar el ahorro nacional siempre y cuando esté acompañada de un Estado eficiente, capaz de "negociar condiciones adecuadas con las empresas transnacionales que predominan en la economía mundial". En cuanto a las relaciones con Estados Unidos, se proclama la necesidad de un intercambio constructivo basado en el respeto mutuo, la no intervención en los económicas equitativas. "Queremos –dice el documento- invertir el orden de prioridades en las relaciones; primero la economía y luego la seguridad. Y en esta medida el interlocutor privilegiado será el Departamento de Comercio y no el Departamento de Estado".

Los extractos anteriores permiten comprender con claridad los esfuerzos de la Alianza Democrática M-19 para, a partir de unos núcleos de izquierda típica (pasado militar, adhesión a alguno de los paradigmas revolucionarios internacionales) empezar a transitar un camino de acumulación de fuerzas que rebase, de modo progresivo, la militancia y las simpatías de su estrecho origen ideológico. Los resultados de las elecciones presidenciales de mayo, donde el movimiento alcanzó los topes absolutos y relativos más altos para la izquierda en Colombia (755.000 sufragios, 12.50 por ciento de la votación total) permiten ver la captación de un voto de opinión que se decidió, por fin, a visitar las toldas electorales de la izquierda. Que ello rebase la línea coyuntural y se convierta en un acompañamiento de más largo alcance es cosa que está por verse. Los fenómenos electorales no tienen, por sí mismos, una proyección asegurada sobre un futuro político que, como en Colombia, parece haberle sido hipotecado al bipartidismo.

Por ahora, en lo previsible a mediano plazo, el movimiento de la nueva izquierda legal se está consolidando. De 12 grupos que lo conformaban inicialmente se ha pasado a 17, con lo que su espectro ideológico constitutivo se amplía aún más y se matiza en una gradación que rompe la concentración monotonal de la izquierda. Esto, es obvio, resulta de máxima importancia como preventivo contra las tendencias hegemónicas usuales en las coaliciones políticas y, ya hacia afuera, como garantía de representación para esa franja electoral inconforme, amplia, móvil, y que dista mucho de tener el sentido de identidad o de afinidad izquierdista que algunos pretenden darle.

Pero, sobre todo, la Alianza Democrática M-19 parece consolidarse en lo que la legitima como alternativa democrática frente a las extremas de derecha e izquierda: su voluntad para proyectarse como un camino de convivencia en el cual puedan confluir todas las polarizaciones políticas. Ya, desde la dirección de Carlos Pizarro, el M-19 había ofrecido su mediación para adelantar contactos con las autodefensas campesinas y algunas organizaciones guerrilleras inclinadas al diálogo. Con Navarro Wolff esa función animadora del proceso de paz se concretó, ante la petición explícita del Ejército Popular de Liberación (EPL) y del Quintín Lame para que el M-19 sirviera de intermediario entre el Gobierno y los grupos alzados en armas para adelantar conversaciones tendientes a la pacificación. En la actualidad, desde la coalición Alianza Democrática M-19, el apoyo al diálogo que adelantan el Estado y el EPL ha continuado bajo la forma de un estímulo constante al necesario ambiente de distensión entre los interlocutores.

Es pues, ahí, en el centro del esfuerzo por la paz que libran varios sectores de la sociedad colombiana, donde se juega el futuro político de la Alianza Democrática M-19 y de la izquierda colombiana en general. A la primera, ese es el único camino que le queda para tratar de desmontar las acciones de exterminio de la extrema derecha al oponerle a ésta un sólido frente de convivencia que deslegitime, del todo, sus cruzadas a favor de una supuesta conservación del orden democrático tradicional; a la segunda, ese es también el único horizonte que le queda para exponer con amplitud sus convicciones de reforma y hacerlas accesibles al marco real de transformación que condiciona a la actual sociedad colombiana.

Y es que ya en este momento de la evolución de las ideologías la alternativa revolucionaria de izquierda no puede seguir anclada, como lo ha estado durante tanto tiempo, en la utopía de una reconstrucción, a partir de cero, de las formas actuales de organización social.

Esa utopía, ese invocado derecho a la fantasía justicia lista con tanto desdén opuesto al pragmatismo de la desigualdad, no ha logrado mostrar resultados que la hagan apreciable a los ojos de los hombres. Desde el poder, como lo evidencia la patética crisis del socialismo en el mundo, sólo logró dejar una irracional y a la postre anacrónica estructura económica levantada sobre el interminable sacrificio de sus trabajadores. Fuera del poder, como lo acredita la descomposición de los movimientos insurgentes de hoy, sólo da testimonio de su frustración destructiva y de su incapacidad para generar soluciones. La nueva izquierda legal es, pues, en Colombia, el necesario resultado de la crisis política que ahora sí parece sepultar, tanto en nuestro país como en el mundo entero, a las organizaciones contestatarias afirmadas en la tradición de la lucha de clases, la toma del poder por las armas, la dictadura unipartidaria y la centralización económica. Así, sobre los restos históricos de una concepción cada vez más menguada por sus propias incapacidades y por la capacidad de su antagonista, el capitalismo, para remontar las crisis, va surgiendo una nueva alternativa, flexible y confiable, de manejo político de los problemas sociales. Que las cenizas de las viejas cosas guardan, pese a todo, una virtualidad generadora de nuevos fenómenos puede ser el corolario de este fenómeno lleno, si se quiere, de dialécticas contradicciones marxistas.





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